¿Y qué tengo que
hacer?
¿Buscarme un valedor
poderoso, un buen amo,
y al igual que la
hiedra, que se enrosca en un ramo
buscando en casa
ajena protección y refuerzo,
trepar con artimañas,
en vez de con esfuerzo?
No, gracias.
¿Ser esclavo, como
tantos lo son,
de algún hombre
importante? ¿Servirle de bufón
con la vil pretensión
de que algún verso mío
dibuje una sonrisa en
su rostro sombrío?
No, gracias.
¿O tragarme cada
mañana un sapo,
llevar el pecho hundido,
la ropa hecha un harapo
de tanto arrodillarme
con aire servicial?
¿Sobrevivir a
expensas de mi espina dorsal?
No, gracias.
¿Ser como ésos que
veis a Dios rogando
-oh, hipócritas
malditos- y con el mazo dando?
¿Y que, con la
esperanza de alguna sinecura,
atufan con incienso a
quien se las procura?
No, gracias.
¿Arrastrarme de salón
en salón
hasta verme perdido
en mi propia ambición?
¿O navegar con remos
hechos de madrigales
y, por viento el
suspiro de doncellas banales?
No, gracias.
¿Hacerme nombrar Papa
en esas chirigotas
que en los cafés
celebran, reunidos, los idiotas?
No, gracias.
¿Desvivirme para
forjarme un nombre
que tenga de
endiosado lo que no tiene de hombre?
No, gracias.
¿Afiliarme a un club
de marionetas?
¿Querer a toda costa
salir en las gacetas?
¿ Y decirme a mí
mismo: no hay nada que me importe
con tal de que mi
ingenio se cotice en la Corte?
No, gracias.
¿Ser miedoso?
¿Calculador? ¿Cobarde?
¿Tener con mil
visitas ocupada la tarde?
¿Utilizar mi pluma
para escribir falacias?
No, gracias,
compañero. La respuesta es: no, gracias.
"Edmond Rostand" - Cyrano de Bergerac
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